Después de volver de un recorrido por el interior de Marruecos, podría afirmar, sin riesgo a equivocarme mucho, que Marrakech es la ciudad más europeizada del país. Sin embargo, sigue conservando un tremendo respeto por la tradición y la cultura local, especialmente en el interior de la medina. De esta manera, cualquier turista puede sumergirse en el estilo de vida de los marroquíes a la vez que cuenta con todas las opciones de ocio de cualquier capital del viejo continente.
Más allá de la plaza Jemaa El Fna
Como íbamos en viaje organizado (ya os contaré más detalles en un próximo post), nos recogió un guía en el aeropuerto que chapurreaba el castellano, nos llevó a toda velocidad a nuestro hotel y se fue tan corriendo como había llegado, tras asegurarse de que le habíamos entendido que al día siguiente nos recogería un chófer a las 9 de la mañana y que nos veríamos días más tarde en Fez. Ni siquiera esperó a que hiciéramos el check in en el hotel.
Abandonadas de esta manera a nuestra suerte, pero con casi todo el día por delante, decidimos explorar los alrededores del hotel Al Andalus (un cuatro estrellas superior muy correcto ubicado en una zona residencial a unos 15 minutos andando de la medina), bajar andando por la avenida de Mohamed V, que conecta las afueras con la ciudad antigua amuralla, y comer en la plaza de Jemaa El Fna, sin duda la postal más reconocible de Marrakech.
Como a pesar de ser finales de octubre hacía un calor considerable, decidimos dedicar la tarde a disfrutar de la piscina del hotel- siendo temporada baja, prácticamente para nosotras solas- y darnos un masaje en el spa. Suficiente para una primera toma de contacto con la ciudad.
Al día siguiente, con una puntualidad británica, nos recogió nuestro guía en la puerta del hotel. Nos explicó, esta vez en un perfecto castellano, que éramos las 2 únicas integrantes del grupo de su visita de esa mañana, con lo cual, hicimos un recorrido privado sin haberlo contratado. Ocasión que aprovechamos para preguntarle todo tipo de cuestiones sobre Marruecos, que fue contestando con una infinita amabilidad.
Así, pudimos ver en una sola mañana y con unas explicaciones precisas, los jardines de la Menara, donde entendimos el significado del agua en la cultura musulmana, más allá de sus usos prácticos en el regadío y el abastecimiento de la población; el Palacio Bahía (sólo por fuera) y el barrio judío de la ciudad (de pasada, ya que, según el guía, había calles que no eran muy seguras para transitar). Por último, entramos a las tumbas saadíes, que albergan los restos de la dinastía saadí (siglo XV), dentro de un impresionante recinto decorado con columnas de mármol blanco de carrara y techos artesonados de madera.
Como punto final del recorrido, nos depositó en la plaza Jemaa El Fna, nos indicó por dónde se entraba al Zoco y nos dejó la tarde libre para seguir descubriendo otras maravillas de la ciudad.
Todo un universo de contrastes
Una de las múltiples preguntas que le hice al guía esa mañana (seguro que aún me recuerda como una de las turistas más pesadas que ha pasado por Marrakech, lo reconozco, mi curiosidad no tiene límites a veces) era por qué no nos llevaba a ver ninguna mezquita. Me explicó que la única mezquita que se puede visitar en todo el país es la de Casablanca, las demás son de uso exclusivo para el rezo.
Así, nos tuvimos que conformar con ver desde fuera la mezquita Kutubía, rodeada de jardines y coronada por la Koutubia, el minarete que es uno de los símbolos de la ciudad y que se considera “prima” de la Giralda de Sevilla. De la misma forma, pudimos admirar el exterior de la madraza de Ben Youssef, lugar de enseñanza de la religión musulmana, uno de cuyos edificios más representativos es su biblioteca.
Todo esto lo fuimos descubriendo a lo largo de la tarde, en la que recorrimos el interior de la medina y sus alrededores. La parte antigua de Marrakech es un conglomerado de callejuelas estrechas, casas de adobe y tiendas locales, donde se aprecia también la mezcla con la influencia del exterior, como demuestra ese toldo de Coca-Cola en un bar ubicado a escasos metros de una tetería local.
En cuanto sales de la muralla que rodea a la medina, el paisaje cambia radicalmente, y encontramos amplias avenidas y hoteles de 5 estrellas como La Mamounia, conocido en nuestro país por ser uno de los alojamientos habituales de Carmina Ordóñez en Marrakech, ciudad donde vivió durante 4 años.
No es el único establecimiento de este tipo, las cadenas hoteleras internacionales tienen alrededor de las avenidas principales de la ciudad sus establecimientos, muchos con la denominación de riad, construcción típica marroquí para palacios, con un patio interior con arcos y un jardín. Fuera de la medina es donde encontraremos también locales de ocio nocturno para los turistas, e incluso algún McDonald’s.
Perdidas en el Zoco
Con mi pésimo sentido de la orientación, lo menos que nos podía pasar era perdernos en el Zoco (o los zocos, como se le denomina a veces al entramado kilométrico de callejuelas atestadas de puestos en los que se venden cualquier tipo de artículos, especialmente dedicados a los turistas). Lo que era casi impensable era que fuera yo la que consiguiera ubicarme y salir de allí. Pero ocurrió, tengo testigos.
Lo que ya era pedir demasiado era que aguantara más de 4 horas seguidas de compras, por el agotador regateo. Entiendo que es cultural y que hay que entrar en el juego, pero hay momentos en los que los vendedores acababan con mi paciencia, y yo lo único que quería el último día era terminar con los dirhams que me sobraban y volver a casa con unos pocos souvenirs, que al final se multiplicaron en forma de babuchas, pantalones, pañuelos, pendientes, sandalias, objetos de decoración…. Y volábamos con Ryanair.
Plaza Jemaa El Fna: y ver las horas pasar
Sin duda, el lugar más reconocible de Marrakech. Para mí, se convirtió en una visita imprescindible en los distintos momentos del día pasar un rato en la Plaza Jemaa el Fna, para contemplar la vida de la ciudad desde cualquiera de sus balcones.
Por la mañana, el devenir de personas es incesante. Hay algunos puestos de comida y bebida, pero destacan los que venden otro tipo de productos, normalmente de segunda mano. Los que permanecen impertérritos a cualquier hora del día son los que tratan de sacar unas monedas a los turistas, ya sea colocándote un mono o una serpiente encima para que te hagas una foto, o haciéndote un tatuaje de henna en las manos.
En esos balcones hay una gran variedad de restaurantes para comer, a un precio asequible y con una calidad razonable (entre 5 y 10 euros un menú), y restaurantes más caros (entre 20 y 30 euros) en los que ya puedes degustar algunas delicias de la cocina marroquí con una elaboración más cuidada (cuscús, tajines…). Para concluir, los estupendos dulces, sólo aptos para los muy golosos, y un café o un té. Por cierto, no se te ocurra pedir ni una cerveza ni un vino para acompañar la comida, en el interior de la medina no se sirven bebidas alcohólicas.
Sin duda, cuando la vida de la plaza alcanza todo su esplendor es al atardecer. Según va cayendo la luz solar, cientos de marroquíes se afanan por colocar sus puestos de comida, convirtiendo este lugar en uno de los sitios más representativos de la comida callejera a nivel mundial. En cuanto anochece, todo queda iluminado por los farolillos de los puestos. Es el momento de decidir si quieres seguir viendo todo esto pasar desde una de las terrazas o sumergirte en la animada vida local de los puestos, donde entre conversaciones a gritos, risas, y el ir y venir de miles de personas, termina un día más en la ajetreada y cosmopolita ciudad de Marrakech.
Viaje realizado con La Rubia en octubre de 2015