Volví tocada de Cuba. No es que viera pobreza, como la de los que se ven obligados a vivir en un mausoleo de la Ciudad de los Muertos de El Cairo, lo que notaba de manera generalizada era necesidad: de saber, de comer algo más y diferente y, sobre todo, de movimiento. Los cubanos son el reflejo de un dicho irónico que a mí me parece muy gráfico para describir su situación: “no es que tenga hambre, es que tengo ganas de comer”. Y de ser libre.
“No hay” y “se cayó”
La actitud de los cubanos hacia nosotras me pareció muy digna. En ningún momento sentí inseguridad, nadie nos pidió dinero ni trataron de robarnos nada. Eso sí, en cuanto poníamos un pie en la calle, ya teníamos a alguien a nuestro alrededor hablándonos, ofreciendo sus servicios de guía turística, preguntándonos información sobre España (en especial política o de cotilleo de la vida de los famosos) o tratando de sonsacarnos alguno de los productos a los que en ese momento no tenían fácil acceso. Entre los más demandados: productos de higiene, material escolar y medicinas.
Como ya nos habían comentado antes de ir que esto nos pasaría, llevábamos unas bolsas preparadas con material escolar y productos para el pelo y otras con medicinas que entregaríamos en un hospital. Las primeras las repartimos entre un grupo de individuos que nos daban los buenos días a diario y hablaban con nosotras en la puerta de nuestro hotel, capitaneados, por lo que pudimos comprobar, por la abuelilla de la foto de arriba. Un cargo que se auto impuso ella al ser la primera en recibir una de nuestras bolsas. En cuanto notaba que alguno se ponía pesado, se ocupaba de que no nos molestaran más “eh, que es mi amiga, que me ha regalado un producto para el pelo”, les decía. Y todos desaparecían como por arte de magia. Amigas para siempre.
Dado que el transporte público no es lo que mejor funciona de La Habana, a cualquier hora del día y de la noche, a pesar de que el calor húmedo de la ciudad puede ser muy intenso en algún momento, por todas las calles encuentras gente que va caminando de un lado para otro. Nosotras íbamos de turismo, así que nos dejamos llevar por esta marea humana para descubrir callejeando qué hay más allá de los lugares típicos de La Habana Vieja, y, por supuesto, hablando con cualquiera que nos parara.
Así constatamos que hay una Habana para sus habitantes y otra para los turistas, con mucha más libertad de movimiento y de posibilidades. Nosotras entrábamos en cualquier supermercado que veíamos- no con mucha frecuencia- a comprar botellas de agua para evitar la deshidratación provocada por nuestros paseos, o nos sentábamos a comer allí donde nos pillara. En esos dos momentos fue, cuando después de insistir las primeras veces, pudimos entender el significado de “no hay”. Dejamos de repreguntar cuando vimos la incomodidad de los cubanos al tener que dar explicaciones. Mis disculpas de corazón a todos ellos y mi alabanza más sincera por su actitud tan digna.
Uno de esos supermercados, que en nada se parecía a los que hay en España, era una especie de almacén, con los productos a granel en sacos (arroz, azúcar, café..). Después de dar una vuelta y no encontrar agua por ningún lado, nos dirigimos a la cajera, al no ver tampoco ninguna dependienta para preguntar. Delante nuestro estaba una chica, con su cartilla de racionamiento en la mano, que, mientras esperaba a que le echara en distintos paquetes lo que le correspondía por sus cupones, trataba de negociar con la cajera para que le pusiera un poco más del peso marcado. Allí no pudimos comprar agua.
Cuando nos sentábamos a comer, nos mostraban una carta muy reducida o en algunos casos, ni siquiera había. Los camareros nos recomendaban siempre algo que era “lo mejor que tenían, la especialidad de la casa”. Si no era lo que queríamos, les preguntábamos por otra cosa y ellos volvían a remitirnos a lo que nos habían ofrecido. Ya cuando veían que no nos iban a convencer y que había riesgo de que nos fuéramos a otro lado, es cuando decían a regañadientes “no hay”. Una vez que comprendimos el porqué de su insistencia, decidimos probar las “especialidades” de cada casa y dejar de preguntar por otras opciones.
A nuestro paso, encontramos muchos edificios en remodelación, de los que aún quedan en pie. Una noche buscamos un restaurante que aparecía en todas las guías turísticas para cenar y al no encontrarlo, la respuesta que obtuvimos fue “se cayó”. Mientras cenábamos en otro en el edificio de al lado, nos contaron la historia de muchos derrumbes de La Habana. Según nos dijeron, había construcciones de la época colonial española que habían pasado a propiedad estatal. El gobierno garantizaba la vivienda, pero como no había pisos suficientes en la ciudad para todos sus habitantes, en alguno de estos edificios coloniales con pisos de techos altos, se había construido un suelo intermedio, de manera que se doblaba el espacio disponible. La antigüedad de los edificios, su mala conservación y el exceso de peso hacían que los edificios se vinieran abajo. “Se cayó”, decían sin darle la menor importancia. Y ahí acababa la explicación.
Universidad pública, acceso a recursos sanitarios restringido
La zona universitaria y donde se encuentran algunos de los centros médicos de La Habana se compone de edificios en perfecto estado, incluso de aspecto señorial. En las facultades se ve un gran trasiego de estudiantes (la enseñanza universitaria es gratuita) y hay abundancia de carteles con mensajes políticos como el de la foto.
De entre los centros médicos, diferenciados por especialidades, decidimos dejar las medicinas que habíamos recopilado entre familiares y amigos para llevar en un hospital pediátrico. Una enfermera que había en la puerta, cuando le dijimos nuestro propósito, nos indicó cómo llegar al despacho de la directora. Atravesamos una sala de espera mugrienta con asientos desvencijados y subimos por una escalera hasta la zona de despachos. No nos cruzamos a nadie en nuestro camino. La directora del hospital nos atendió muy amable, nos agradeció el gesto y antes de irnos nos hizo una pregunta que a mí me heló el alma: “¿me puedo quedar con la bolsa?” Era una mochila de tela de asas extensibles de esas que aquí se regalan de merchadising. Por supuesto que sí.
Mojito en La Bodeguita, Daiquiri en El Floridita
Tras pasar el día echadas a las calles sin un momento de privacidad, nos daba cierta pereza salir por la noche, temiendo que ese acercamiento constante de los habaneros tuviera otras intenciones al caer la luz del día. Eso sí, no podíamos ser menos que Hemingway, si él había recomendado tomarse un Mojito en La Bodeguita del Medio y un daiquiri en El Floridita, ¿quiénes éramos nosotras para contradecirle?. 😉
En La Bodeguita del Medio cumplimos con todos los cánones: tomamos un mojito, escuchamos música en directo, nos hicimos fotos y firmamos en una de las paredes. Además, conocimos a una pareja de italianos que chapurreaban el español, con los que quedamos más tarde y que nos servirían de antídoto para contrarrestar el “asedio” de los cubanos. O eso creíamos.
En El Floridita conocimos a Roberto, quien, sentado en la mesa de al lado, después de presentar a unas chicas a unos turistas francesas, se giró y se puso a hablar con nosotras. Como no veíamos sus intenciones claras, nos acabamos el Daiquiri, nos hicimos una foto con la estatua de Hemingway y nos fuimos para el sitio donde habíamos quedado con los italianos (una sala de baile ubicada en los bajos de un hotel de la Habana Vieja cuyo nombre no recuerdo).
Allí nos sentamos en una mesa a ver cómo bailaban (IMPRESIONANTE) los cubanos y cómo lo intentaban los extranjeros. Y apareció Roberto. Nos explicó que la salsa cubana tiene 71 pasos, y que ninguno es igual a otro. Tras mucho insistir, salimos a bailar (o algo parecido) con él. Llegaron los italianos a nuestro rescate. Al menos había alguien que bailaba peor que nosotras y además sí que nos sirvieron para hacer que Roberto desapareciera.
Una vez cerrada la sala de baile, nos encontramos en la puerta con un chico con rastas- es lo poco que recuerdo de él- que nos convenció para que le siguiéramos a un bar que estaba todavía abierto. Allí que no fuimos siguiéndole, y así fue como acabamos en los bajos del Hotel Inglaterra (o al lado). Una vez que abonamos nuestra entrada (y la del “guía” que se cobró así sus servicios, o eso pensábamos), accedimos a un local medio vacío, con música reggae estridente en el que éramos los únicos extranjeros y los más pálidos.
Nos quedamos unas horas en el bar charlando con los italianos y bebiendo mojitos. De vez en cuando, nuestro amigo “guía” se acercaba a nosotros, nos decía algo y desaparecía. Debía ser una señal, ya que instantes después aparecía un camarero para reclamarnos el importe de nuestra consumición y la de “nuestro amigo”. Cuando “nuestro amigo” apareció con un grupo de nórdicas a las que sentó a nuestra mesa a pesar de que el local estaba vacío, decidimos que era la hora de marcharnos, no fuera que le tuviéramos que pagar los mojitos a nuestras “nuevas amigas” sin conocerlas de nada tampoco. Antes de salir, uno de los italianos fue al baño, y al salir le reclamaron un mojito que, según el camarero, estaba sin pagar. De camino a la salida, nos ofrecieron comprar unos cds de música, y ante nuestra negativa, nos llamaron tacaños.
Salimos a la calle y casi estaba amaneciendo. Era hora de irse a descansar, en 2 horas nos íbamos rumbo a Varadero (próximo post).
Viaje realizado con La Rubia en noviembre de 2011
Cuba en 3 pasos: https://www.3xelmundo.com/cuba-en-3-pasos/