Llegué al Cairo con el mal de Ricky Martin (por arriba y por abajo) pero, a pesar de pasarme 4 días amarrada a una botella de suero, eso no me impidió disfrutar de una ciudad impactante. Alimentada a base de té, yogur, suero y pollo sin rebozado del Kentucky Fried Chicken, fuimos descubriendo cada uno de sus rincones… Y lo más importante de todo, salimos vivos para contarlo, aún no sabemos cómo.
Primera toma de contacto: las pirámides de Giza y la Gran Esfinge
Salir del aeropuerto de El Cairo a las 10 de la noche y encontrarte una ciudad enorme totalmente atascada, llena de ruido y de gente por todos los lados- incluso cruzando las calles por cualquier lado en mitad del tráfico desordenado- fue lo que vimos a través de los cristales del autocar que nos llevaba al hotel.
Demasiado movimiento para alguien como yo, que en ese momento no veía el momento de llegar al hotel y rezaba por encontrar un baño limpio y desocupado. Quería descansar además, porque tenía que reponer fuerzas para ir a ver al día siguiente uno de los conjuntos históricos-arquitectónicos más relevantes del planeta, y no quería perdérmelo por nada del mundo.
A la mañana siguiente, nos dirigimos hasta Giza, donde tardamos más en hacer cola para acceder al recinto que en llegar. Era noviembre de 2010, dos meses antes de que estallara la famosa primavera árabe, y aquello estaba atestado de autocares de turistas ansiosos por adentrarse, entre otras, en el interior de una de las 7 maravillas del mundo antiguo.
Íbamos en un viaje organizado, así que el guía nos dio unas instrucciones básicas, repartió tickets para las distintas zonas y se marchó a acompañar al hospital a otros compañeros de viaje afectados también por el mismo mal que yo.
Así que solos entre la multitud (esta vez Flower, el Sr. Marqués y yo habíamos formado un grupo estupendo con el resto de compañeros de viaje) nos fuimos acercando a las pirámides, siguiendo aquello de “dónde va Vicente”, pero en este caso en sentido literal 😉. Estuvimos un rato viéndolas de cerca, de lejos, haciendo miles de fotos y quedándonos extasiados con su imponente construcción.
Había llegado el momento de adentrarse en el interior de la Gran Pirámide, a través de un agujero mínimo abierto a unos 5 metros del suelo. Así que trago de suero y a subir por una escalera de madera, a esperar la cola y a olvidarse de la claustrofobia. Una vez en la puerta, me digo a mí misma: “no pienses y ejecuta”: sin soltarme de mi botella de plástico con el reconstituyente mágico del suero, me agache y empecé a descender por una escalera de piedra estrecha excavada en el interior, que me llevo hacia una pequeña cámara en la que apenas podía moverme, por lo angosto del lugar y por la cantidad de personas allí congregadas. No se puede hacer fotos, ni falta que hace.
A mí me entró uno de mis ataques de misticismo, y aproveché el momento para cargarme de energía. Salí al exterior y pegué un grito, ante el asombro y supongo que un poco de vergüenza ajena de mis acompañantes. Me da igual, no me conocía nadie allí, los que me conocen ya saben cómo soy, y eso era exactamente lo que me pedía el cuerpo en ese instante.
Después de esta experiencia sensorial, algo más cargada de fuerza a pesar de mi maltrecho estado de salud, fuimos a “saludar” a la Gran Esfinge. Decir que es imponente y que te atrapa para que no dejes de mirarla supongo que se habrá dicho ya mil veces, pero a mí me resulto más que cierto. Estaba totalmente embrujada ante su presencia.
El autocar nos esperaba en la puerta a eso del mediodía. De vuelta al hotel, el guía empezó a vendernos distintos tipos de excursiones para los 4 días restantes que nos quedaban en El Cairo. Un poco cansados de tanto viaje dirigido- nos acabábamos de bajar de un crucero por el Nilo- los 3xelmundo decidimos despedirnos momentáneamente del grupo hasta la noche (ahí sí que nos unimos a un recorrido nocturno explicado por la ciudad y a una cena típica que yo, por supuesto, no pude ni probar).
Saqqara: A golpe de sobornos desde el taxi desvencijado de Miguel
Nos bajamos del bus y comenzamos a caminar por una calle que no sabíamos cuál era. Sin plano y sin dinero en efectivo. Para qué. Vimos una casa de cambio y fuimos a por moneda local, que hasta ahora en el barco no habíamos necesitado. En la salida, nos abordó un egipcio que por señas y en un medio inglés nos preguntó si queríamos un taxi y de dónde éramos. Al responderle que españoles, nos llevó hasta el taxi de Miguel.
Así se hacía llamar el conductor cuando los turistas que recogía eran españoles, pero iba variando su nombre según la nacionalidad de sus pasajeros. Para nosotros, después de 3 intensos días con él y con parte de su familia, siempre fue Habibi.
En su chapurreo del español- nada criticable, ya me gustaría a mí saber hablar árabe como él se defendía en español- nos ofreció llevarnos a un sitio donde no van normalmente los turistas. Se nos iluminaron los ojos. Sin preguntar precio ni a dónde íbamos, en menos de 2 segundos estábamos montados en el taxi. Sin miedo ni vergüenza.
La circulación en El Cairo es lo más caótica que he visto en mi vida. No hay carriles de separación, apenas hay semáforos ni señalización- que se respetan lo justito cuando te los encuentras- y todo va a base de acelerones, frenazos, pitidos, gritos por las ventanillas de los conductores y peatones que se lanzan a la carretera y pasan en medio de los coches en el momento y lugar que más les conviene. Pese a eso, y aunque vimos un par de coches volcados en la carretera, no hay tantos accidentes como cabría esperarse de este auténtico desorden circulatorio.
Salimos de la ciudad ante nuestro asombro, sin saber todavía dónde íbamos. Llegamos a un pueblo donde paró a comprar unas botellas de agua y un paquete de cigarros que nos regaló. Por supuesto, se podía fumar en el taxi. Llegamos a un recinto en medio de la nada, al que accedimos tras pasar distintas barreras custodiadas por guardias, que se levantaban “milagrosamente” a base de propinas y con las gestiones oportunas de Miguel.
Por fin conocimos nuestro destino: Saqqara. Declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco al formar parte del conjunto de pirámides y necrópolis de Menfis, en ese momento era un lugar inhóspito en el que no se veía un alma más que nosotros. Miguel nos entregó tickets para visitar los distintos monumentos y nos abandonó a nuestra suerte.
En la entrada de una de las pirámides, nos encontramos un egipcio que nos invitó amablemente a entrar y nos advirtió de que en el interior no se podían hacer fotos. Animados por la experiencia anterior de Giza, allí que nos metimos, hasta la cocina. Bajamos por escaleras/andamios de madera interiores hasta llegar a una cámara algo más amplia que la de Giza, y lo más curioso de todo: sin ningún turista allí, algo que nos hizo despertar un poco de nuestro aletargamiento y darnos cuenta de qué es lo que estábamos haciendo, solos en medio de la nada más absoluta.
De repente, apareció de manera sigilosa un egipcio en la cámara, que no sabíamos de dónde había salido ni cómo había entrado hasta allí, y nos ofreció hacernos una foto, ofrecimiento que rechazamos amablemente, porque ya en ese instante lo único que nos apetecía era salir al exterior lo antes posible.
Miguel nos llevó a un restaurante de un amigo, y allí le preguntamos por qué no había turistas. Nos explicó que era la hora de comer, que en ese momento el complejo estaba cerrado, pero que nos lo habían abierto porque los guardias eran sus amigos. Por supuesto, nos lo creímos. Ya de vuelta del viaje nos enteramos de que el complejo de Saqqara en esos días estaba cerrado por obras y que se reabrió en 2012, un año después de nuestra visita.
El Cairo imprescindible: Museo Egipcio y ciudadela de Salah al Din
Al dejarnos en el hotel, Miguel nos dio una tarjeta por si queríamos volver a contactar con él en los siguientes días. Animados por el privilegio que habíamos disfrutado de estar en el interior de una pirámide para nosotros solos, decidimos que al día siguiente sería nuestro guía por El Cairo. Así se lo contamos al resto del grupo del viaje, con tanto entusiasmo, que conseguimos que cuatro ¿incautos? decidieran venirse con nosotros.
El día comenzó en un tremendo atasco, con una vuelta al hotel del taxi extra que contratamos por un pinchazo, con la llegada del hijo de Miguel con otro coche destartalado a recoger a los que habían pinchado…. Nos costó como 5 horas de reloj llegar al Museo Egipcio y poder juntarnos todos. Las colas para entrar son bastante significativas, pero una vez dentro, dada la riqueza de su colección, nos dimos cuenta de que merecía la pena toda la mañana perdida para llegar hasta allí. Eso sí: aglomeración de turistas, poca información (ni carteles apenas, ni folletos..), parece que han “soltado” las obras allí sin clasificar en vez de colocarlas… Otra muestra más de lo caótica que puede ser la ciudad.
Desde el museo nos dirigimos hacia la ciudadela de Salah al Din, un espectacular recinto que alberga en su interior la mezquita de Mohamed Alí, la más relevante de la ciudad. Más colas, quítate los zapatos, cúbrete en condiciones para entrar.. Ese “pequeño sacrificio” merece la pena por la visita. La espera en la entrada se nos hizo más amena gracias a un numeroso grupo de niñas emocionadas por hacerse fotos con Flower, a la que miraban con ojos que no les cabían en la cara al ver su pelo teñido de rojo. Alguna incluso se atrevió a tocarlo.
La Ciudad de los Muertos… de miedo
Y ya al atardecer, aunque por las circunstancias explicadas sólo habíamos visto dos puntos clave de la ciudad, Miguel decidió llevarnos a la Ciudad de los Muertos. Ya nos habían explicado que por sus características- allí viven las familias más pobres de El Cairo en los mausoleos- había zonas en las que no era recomendable que entraran los turistas. Normalmente, en visitas guiadas en autocar convenientemente cerrado te enseñan unas cuantas calles de este barrio tan peculiar mientras te cuentan su historia.
Pues nosotros, no sé por qué a esas alturas del viaje seguíamos teniendo esa confianza ciega en Miguel, allí que fuimos a donde quiso llevarnos. Paró en un mausoleo, Flower bajó del taxi de un salto, y el Sr. Marqués se mostraba algo más reticente a hacerlo, mientras se aferraba a su cámara de fotos.
Finalmente salimos y nos reunimos todos. Tras pagar la entrada y la correspondiente propina/soborno, nos encaminamos por el interior del recinto funerario, donde Miguel nos iba señalando las tumbas de las múltiples esposas e hijos de Mohamed Alí, hasta que llegamos a la suya. Allí nos hizo una demostración de la resonancia de la estancia que acoge los restos del gobernador otomano, gritando un estruendoso “¡cabronazo!” que retumbó en todo el mausoleo.
Nunca supimos si es que Miguel no sabía realmente lo que significa esa palabra o que se la estaba dedicando a Mohamed Alí, pero tampoco nos molestamos en averiguarlo. Simplemente nos entró la risa ante la reacción de Miguel, una risa que se nos helaría cuando estábamos haciéndonos fotos en el patio del mausoleo, empezó a anochecer, y nos fuimos dando cuenta de dónde estábamos: en una tumba, siete turistas extranjeros solos que nadie sabía que están allí, rodeados de un grupo de egipcios cuyo idioma no entendíamos ni una sola palabra, y en una de las peores zonas de la ciudad.
Por segunda vez en dos días, habíamos pasado de las aglomeraciones de turistas a estar en la más absoluta soledad en un sitio que no sabíamos si era poco recomendable o no. Le pedimos a Miguel que nos sacara de allí, cosa que hizo después de darnos un paseo por la Ciudad de los Muertos ya en el taxi, desde donde íbamos sacando fotos a hurtadillas de sus habitantes.
¿Quién dijo miedo? (por tercera vez)
Agotados tras los acontecimientos del día, salimos a cenar y a dar una vuelta. Mi maltrecho estómago sólo admitió pollo (quitándole el rebozado) de un Kentucky Fried Chicken cercano al hotel- estábamos en una zona de El Cairo llena de hoteles y establecimientos de comida rápida, tiendas de souvenirs y de bares… o algo parecido a bares. Muy occidentalizado todo.
Así que, siguiendo en nuestro nivel de inconsciencia máxima que nos había acompañado desde que llegamos a la ciudad, se nos ocurrió que habría algún sitio donde pudiéramos tomarnos una cerveza, ya que en el resto de la capital cairota era bastante difícil encontrar alcohol.
En ello estábamos cuando divisamos lo que parecía ser un pub o algo así, por la iluminación de la puerta. Para qué vamos a fijarnos en lo que significan ese tipo de luces en cualquier lugar del mundo. “¿Beer?” preguntamos. “Yes, come in” nos respondieron. Pues hala, todos para adentro. Según se cerró la puerta detrás de nosotros, nos encontramos encerrados en un mini espacio, con otra puerta delante nuestra, que al abrirse nos conducía escaleras abajo al local.
Menudo descenso a los infiernos. Llegamos a una sala donde había un ambiente muy animado: música a todo volumen, muchos hombres y ninguna mujer, salvo una bailarina con poca ropa que se movía en el centro de una pequeña tarima mientras un grupo de parroquianos arremolinados alrededor de la chica esparcía billetes sobre ella, como si fueran cajeros automáticos: con una mano sujetaban el fajo de los billetes y con la otra los iban haciendo volar con gran rapidez.
Quisimos darnos la vuelta y salir, pero en ese momento, nos invitaron a sentarnos medio obligados y no supimos decir que no. Nos llenaron la mesa de cervezas y de comida que no probamos, se acercaron un grupo de chicas a la mesa que se dirigieron a los chicos de nuestro grupo y a nosotras nos invitaron a bailar. Aunque a todo nos negábamos, ellos seguían sacando bebida y comida. Al hacer amago de irnos, ya conseguimos que nos trajeran la cuenta. Infame. Nos cobraron hasta los Kleenex. Pero en ese momento nos pareció que era el precio por salir con vida de allí, así que lo consideramos baratísimo.
El Gran Bazar y la vuelta a la realidad
La última mañana que pasamos en El Cairo la dedicamos a las compras de recuerdos varios, como no podía ser de otra manera, así que nos dirigimos al Gran Bazar Khan Al-Khalili. Compuesto por un laberinto de callejuelas y miles de puestos donde puedes encontrar cualquier cosa que quieras conseguir, puede resultar agobiante, sobre todo a la hora del regateo.
Incluso en algunas ocasiones ese regateo te puede plantear una controversia ética, ya que hay precios que moralmente no puedes regatear. Pero es cultural y se pueden ofender si no lo haces, así que tratamos de hacerlo de la manera más honrosa posible.
De la salida del aeropuerto de El Cairo, abarrotado de gente y lleno de ruido y de movimiento como el resto de la ciudad, tengo grabado un recuerdo especial: ya en la zona de embarque entré al baño a refrescarme, porque hacía un calor asfixiante, y me encontré con una chica más o menos de mi edad que estaba colocándose con gran esmero todas las piezas de su burka.
Mientras yo estaba en tirantes y echándome agua por la cara y el cuello, ella ya se la había echado y ahora iba componiendo su figura antes de salir al exterior: los guantes, el pelo bien sujeto con horquillas… y finalmente el burka por encima de su cabeza, que solo dejaba ver sus ojos a través de la rejilla.
Salimos a la vez del baño, yo empapada de agua de arriba abajo y ella cubierta hasta los pies. Cada una se dirigió a su avión. No sé dónde iría ella, yo estaba de vuelta a mi realidad cotidiana, tras unos días sumergida por completo en el caos más fascinante que había vivido hasta el momento.
Viaje realizado con Flower y el Sr. Marqués en noviembre de 2010
Egipto en 3 pasos en: https://www.3xelmundo.com/egipto-3p/
Me encanta leer vuestros viajes y conociendonos parece k os veo jajaja,sigue contando aventuras m gustan un monton,estan genial,ganas dl siguente.